Cuando Dios llamó a Josué, lo hizo
porque Moisés había muerto, porque Moisés ya no estaría allí para guiar al
pueblo tal y como lo había venido haciendo durante casi cuarenta años. Ahora
era el turno de Josué. Nuevas responsabilidades se presentaban para este joven.
Una puerta amplia y espaciosa se abría frente a él. Pero ¿Estaba él preparado
para asumir tal misión y responsabilidad? El relato Bíblico nos habla de un
Josué que primero aprendió a confiar en Dios (Éxodo 14:5-9) y como tal se forjó
en las batallas abrazando anticipadamente la victoria asegurada por Dios. Aprendió
también viendo a Moisés dirigir al pueblo por el desierto, estando a su lado,
aprendió a conocerlo aún más, absorbiendo sus enseñanzas y la forma en cómo
Moisés se relacionó con Dios y su total dependencia para con Él; aprendió en la
intimidad que se desarrolló en su cercanía con Moisés, aprendió de su soledad,
de su silencio, de su llanto guardado en el corazón, de sus sinsabores, pero también
de sus alegrías; de su risa reservada, de sus muchos sueños y latentes
esperanzas; aprendió a respetarlo, pero
también a amarlo; aprendió de su sumisión para con Dios, de su temor reverente;
aprendió del dolor que provocaba en el
hombre de Dios, la rebeldía de un pueblo necio que cada día olvidaba el amor que
Dios sentía por ellos. Entonces podemos concluir que Josué sí estaba preparado
para la tarea asignada por Dios, pero para ello era necesario dejar partir a
Moisés.
En nuestra vida cristiana suele pasar
lo mismo, se pueden abrir muchas posibilidades, muchas puertas para nosotros,
pero para que eso ocurra, al igual que la muerte de Moisés, algo también tiene
que morir en nosotros, algo tenemos que dejar partir, tal vez estamos
acostumbrados a ser guiados por otros, a que alguien sostenga nuestra mano y
nos ayude a caminar, tal vez somos hombres o mujeres que aún estamos
acostumbrados a que sea otro y no nosotros mismos, los que peleen nuestras
propias batallas. Quizás aún necesitamos de un “Moisés” que siga abriendo el
mar de nuestros problemas frente a nosotros; que aún nos siga alimentando con
maná hecho de sueños y pensamientos infantiles; que aún nos dé el agua que
sacie nuestra sed; quizás aún queremos que alguien camine a nuestro lado en
nuestro “desierto“ personal, que se juegue por nosotros, que esté dispuesto a
dejarse matar por salvarnos del castigo divino. O tal vez hemos mantenido
agonizante a ese viejo hombre que se resiste a morir, tal vez no hemos matado todo
nuestro orgullo o a lo mejor aun mantenemos camuflada nuestra pecaminosa manera
de pensar; o aun reposamos nuestros ojos en el pecado o guardamos sentimientos
de odio, rencor y venganza.
Entonces, para que esa puerta grande
y espaciosa llena de probabilidades y nuevos retos en el Señor se abra ante
nuestros ojos, debemos primero “matar” aquello que aun corrompe nuestro
corazón.
Deja morir al pecado, porque así
como el grano cae a tierra y muere y como tal trae fruto, así Dios espera que
te dejes morir a ti mismo para permitirle a Él crecer en ti, madurar y dar
fruto al treinta, sesenta y al ciento por uno.